UN HOMBRE QUE VIVIO
AGRADECIDO
Aquella nebulosa que cierra el paso cuando no hemos decidido
morir, cuando vamos abanderando el hermoso sentido de vivir, de escuchar
nuestra música, de sonreír a un amigo o comprometernos, admirar la simplicidad
con que nace el sol, no fue ajena al entusiasmo sereno y estricto de Carlos
Rafael.
Como se construyen las historias de los grandes, se deben
iniciar los hechos que vivimos con él. Dejaremos su cuerpo. No su memoria. Es
llevar consigo sus enseñanzas, el empeño de sus compromisos y la sencillez de
un vivir. Incluso las plantas que sirven de compañeras en las gradas de su
casa, esperan los pasos de ese hombre que han despedido en la mañana.
Adentro, la profundidad de un hogar sanjacintero, tres
mecedoras, remembran las tardes de la sabana en que se recibe el fresco de la
noche, dejando tronar desde el vientre de una grabadora el legendario sonido de
una gaita. O la música de Manuel Bustillo y Rodrigo Rodríguez. A falta de
finca, pende un óleo con significantes de su tierra.
El sombrero volteao, cuentan sus hijas Vilma y Francia que
estaba celoso con la mochila sanjacintera, llamada Colombia, pues a él, solo lo
llevaba si de viajes se trataba. Ella en cambio, sabía que llegaba a todos los
espacios, sabía que nadie nunca se atrevería a tomarla, porque era el sol y la
sombra de los secretos de Carlos. Supo también la mochila que sería ella, la
única por quien Alicia jamás
desconfiaría. Del otro lado, unas fotografías familiares.
Elizabeth, Vilma, Melba, Francia y Carlos Alberto, supieron
heredar de su padre la firmeza de los principios, la honradez. El acérrimo
cumplimiento a los deberes y constancia en los compromisos. Heredaron de él, un
profundo amor hacia la abuela y comprendieron su pedido por el camino de
sus cenizas. Ellos deberán cumplir un
compromiso. Esparcirlas sobre las señales que aún quedan de Francia Helena
Estrada Padilla, su madre. La quiso tanto que se negó a llevar el apellido del
padre.
Esposa, hijas y nieto, se sonrojan al escuchar los versos que
su padre les hizo. Se sonrojan, y el orgullo fácilmente se observa en sus ojos
limpios y en la sencillez afable de sus palabras.
Todo tenía una razón para “Rafa”, desde cada uno de los
nombres de sus hijas, hasta el nombre irónico de los animales. Desde el motivo
para negarse ser maestro en Cartagena, pues todo se lo debía a su pueblo. Por
cosas del destino, como suele serlo en la mayoría de los casos de hombres y
mujeres de la provincia, llegó a Bogotá obligado, para iniciar una licenciatura
y sumó a sus esfuerzos, la especialización y el magíster.
Entonces, ya no fue Carlos quien le cantó en un poema a
Alicia: “Te buscaba sin nombre y apellido,/ en todo San Jacinto te buscaba/ en
sus calles, en la iglesia,/ en los barrios,/en las amistades/ tuyas y mías./
Cansado de buscarte,/resignado a no encontrarte,/te encontré en la escuela de
San Luis.” Ahora era Alicia quien lo seguía. “Tu nombre Alicia/ al igual que
Alicia de Ladero/la Alicia endiosada/ del Gran Juancho Polo”, fue la estrella
de sus sueños y esperanzas.
Tuvo una cita con su amigo del alma a las cinco de la tarde y
como siempre, cumplió. No para hacer un trabajo, sino para darle la oportunidad
de ser el primero en despedirlo.
Rosaura Mestizo Mayorga
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